
La tala clandestina en Villa López está escalando al grado de provocar severos daños en el ecosistema de la región. Según la Dirección de Ecología de este municipio, el 40 por ciento de los álamos cercanos al Ojo de Atotonilco fueron cortados de manera ilegal en una superficie estimada de 100 hectáreas, lo que ha puesto en riesgo la biodiversidad y la disponibilidad de agua en el corredor productivo que conecta con Jiménez, afectando principalmente a quienes se dedican a la nuez.
El director de Ecología y Medio Ambiente de López, Mario Luján Holguín, describe el panorama con una mezcla de impotencia y resignación: El problema principal es el agua. Sin ella los árboles no tienen fuerza para resistir plagas ni para crecer frondosos. Y cuando no se atienden simplemente mueren. Pero la muerte no siempre llega de forma natural, en muchas ocasiones la tala clandestina decide el destino de estos gigantes.
En otro tiempo el río era un refugio de vida y frescura. Grandes árboles se alzaban majestuosos cubriendo con su sombra a quienes buscaban un rincón donde el aire fluyera más lento y la paz se asentara en cada rincón. Las hojas susurraban al compás del agua que corría limpia y las raíces abrazaban la tierra como si quisieran protegerla de cualquier desventura.
Hoy, sin embargo, el paisaje es otro. Los troncos mutilados se levantan como cicatrices abiertas, huellas de un pasado que parecía eterno. El verde de antaño ha cedido su lugar a un panorama seco y triste donde la luz golpea sin piedad y los ojos de quienes caminan por el río no pueden evitar llenarse de melancolía.
La falta de árboles no sólo expone la tierra al calor abrasador, sino que silencia las voces que antes habitaban entre sus ramas: el canto de los pájaros, el murmullo de las hojas, el ir y venir de los niños que jugaban bajo su sombra. Ahora lo que queda es una lucha por devolverle la vida a este lugar que solía ser un símbolo de esperanza y unión.
Entre los restos de lo que fue, las personas alzan la mirada, recordando lo que perdieron. Es una batalla no sólo contra el tiempo, sino contra el olvido, para que las raíces vuelvan a hundirse en la tierra y el río deje de llorar. Porque detrás de los troncos cortados aún late una promesa: la posibilidad de que algún día el río recupere su manto de vida y sombra.
De las 100 hectáreas ribereñas que antaño daban sombra al río, se estima que un 40 por ciento de los árboles han sido talados, lo que equivale a 40 hectáreas arrasadas. Cada hectárea, que albergaba aproximadamente 100 álamos, hoy muestra un paisaje de troncos mutilados y raíces expuestas.
En cifras duras, la pérdida asciende a alrededor de cuatro mil árboles. Este cálculo no sólo es alarmante por el daño ecológico que representa, sino porque desvela el colapso de un ecosistema que alguna vez reguló la temperatura, contuvo la erosión del suelo y sirvió de refugio para la fauna local.
El álamo era el árbol predominante en estas áreas. Hoy, donde antes había sombras refrescantes, quedan troncos mutilados, raíces expuestas y la tierra reseca que ya no sostiene vida. Lo que vemos aquí es una muestra del colapso ambiental, afirma el director de Ecología y Medio Ambiente con un tono de desesperanza contenida.
Los daños a la ribera del Río Florido trascienden la pérdida visual de su paisaje. El impacto en el suelo es evidente: la falta de árboles disminuye la capacidad de la región para absorber agua en temporadas de lluvia. Es un círculo vicioso. La falta de árboles afecta la calidad del agua y la falta de agua afecta a los árboles. Están llegando a un punto de no retorno.
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